El campo de batalla es la mente
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Hace algunos días, un profesor extraordinario nos explicaba cómo funciona nuestro cerebro con un ejemplo muy práctico. El ejemplo dice que el cerebro es como un andén de cemento fresco, esos andenes que todos queremos pisar o marcar con la intención de dejar una huella imborrable de nuestro paso por ese lugar. “Y bien, cuando alguien no resiste la tentación y marca el cemento fresco, el agua siempre tomará ese camino que alguien marcó”, dijo el profe. “Así tal cual funciona el cerebro” tenemos 90 millones de neuronas haciendo conexiones diferentes acordes con cada experiencia anterior.
¿Y entonces? ¿De dónde sale la idea que las relaciones profundas son las que nos permiten pensar igual al otro? Esto aplica para relaciones de todo tipo, muchos hemos pasado años intentando que nuestra pareja piense igual a nosotros o esperando que el otro adivine lo que estamos pensando. Decimos con frecuencia: “¿Es que no sé cómo no se le ocurre?”, y la verdad es que ¡no se le ocurre!, ni debería ocurrírsele porque sus 90 millones de neuronas tienen una conexión distinta basada en experiencias de vida, en las que usted posiblemente no existía en la vida de ese ser humano y así hubiese existido y los dos tuvieran las mismas experiencias, es un ser humano, es creación del Dios que se complace en la diversidad.
Basta con revisar la singularidad en nuestras huellas digitales o nuestro ADN para darnos cuenta de que el concepto de igualdad ha traspasado los límites naturales y nos ha hecho presos de un tipo de igualdad que no necesitamos. Igualdad de oportunidades y derechos, bienvenidas siempre, pero necesitar ser igual a otros para ser aceptados, querer pensar como otros piensan para sentirnos especiales o esperar que los otros piensen igual a nosotros e invalidar sus ideas y/o pensamientos para sentirnos superiores o dueños de la verdad absoluta, no nos hace especiales; al contrario, nos ubica en el terreno de la adicción a la aprobación, una frase que no nos gusta, pero que hace parte de nuestra cotidianidad y porque no, de nuestra cultura.
En el mundo de los seguidores en redes sociales, un buen día, tiramos nuestra esencia a la basura y decidimos ser, pensar, hablar y actuar como los influencers a los que tanto admiramos. Y es que desde niños buscamos referentes, personas a quienes podamos imitar, pensamos una y otra vez en que la respuesta a nuestra falta de autoestima, está en parecernos a esa niña que tiene éxito con el género masculino en el colegio, o a ese niño que es el más cool de la primaria y nos olvidamos de la riqueza que habita en cada uno.
Esa comparación continua, esa necesidad de sentirnos aceptados, esa lucha por ser iguales, por parecer y por dar la talla para que otros “nos valoren”, no es más que un enemigo que habita en nuestra mente, que distorsiona nuestra imagen y que continuamente ataca nuestra individualidad. Allí está el campo de batalla, allí es donde es necesario tomar acciones y revisar, ¿en qué estoy pensando? ¿Con quién me estoy comparando? ¿Cuáles son los pensamientos que llegan a mi mente tan pronto me despierto o cuando entro a la ducha? ¿Cuáles son esas conversaciones internas que no me atrevería a contar a nadie?, pero que, desde hoy, entiendo son minas que explotan en mi mente y deterioran esa esencia que me fue dada antes de nacer.
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