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Nacional

Un adiós a Karim Ganem Maloof, editor de la sabrosura y la Comisión de la Verdad

Karim Ganem Maloof editor de la Comisión de la Verdad | Foto cortesía: Ana María Lagos
Karim Ganem Maloof editor de la Comisión de la Verdad | Foto cortesía: Ana María Lagos

El firmamento de las letras y el periodismo colombiano tiene su propio club de estrellas fugaces, en el que se acaba de escribir un nuevo nombre: Karim Ganem Maloof.

En apenas 31 años, el sanandresano que se identificaba como barranquillero (y viceversa) dejó tras de sí una estela brillante, destinada a perdurar.

Antes de ser el editor general del informe final de la Comisión de la Verdad, ganó en 2020 el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar, en la categoría de humor, por su columna ‘El cordero crudo de El Vegano Arrepentido´. Allí describe con exquisites su fascinación por un plato de “carne magra y cebolla” servido por un restaurante en el barrio Chapinero, de Bogotá.

El año siguiente fue uno de los finalistas del prestigioso Premio Gabo, por la crónica ‘Cuánta selva necesita un hombre’. Emprendió un viaje a lomo de mula por las profundidades del Caquetá, en compañía de un ilustrador. En su periplo, exploró cómo en la Amazonía ven en el queso como una forma de abandonar la producción de coca, en las zonas dejadas por la desmovilización de las Farc.

“Una campesina del Bajo Caguán me contó que lo que más la aliviaba de la partida de las Farc era la posibilidad de emborracharse tranquila”, escribió en ese texto, en el que se anticipó a las complejidades de un territorio que es noticia por estos días, por el secuestro de 78 policías y el asesinato de uno en las manifestaciones de campesinos contra la petrolera Emerald Energy.

Ambas piezas de periodismo narrativo fueron publicadas en la revista El Malpensante, su casa, donde además traducía textos de inglés y francés.

Abogado de la Universidad del Rosario, con estudios de literatura en la Universidad Javeriana, estudió con beca completa toda su carrera. Se graduó con honores y fue exonerado de los preparatorios. Fue Premio Icfes por obtener el primer puesto a nivel departamental en 2007 en las Pruebas Saber 11, y se ganó en 2016 la Beca Gabriel García Márquez de Periodismo Cultural.

Había iniciado su camino desde otras latitudes. Empezó en 2012 como asistente jurídico de la Comisión Primera del Senado, luego fue judicante en la embajada de Colombia en Egipto, y después revisó tutelas en la Corte Constitucional. Se zambulló en las letras desde 2015. Empezó en El Malpensante como asistente de edición, y en un decurso de siete años llegó a ser su editor jefe, tanto de la revista como de su sello editorial Libros Malpensante.

Entonces fue llamado a liderar una labor histórica.

Foto cortesía Ana María Lagos

Dirigió el equipo editorial de la Comisión de la Verdad y fue el editor general de los 11 tomos que constituyeron el informe final, que consolida el mayor caleidoscopio de voces y visiones sobre el conflicto armado colombiano. Articula cerca de 14.000 entrevistas y conversaciones con más de 30.000 personas, así como 1.000 informes de distintas organizaciones.

‘Hay futuro si hay verdad’, se tituló el informe. Una misión para la que nadie parecía tan preparado como él.

A pesar de esa nutrida lista de méritos, solía decir de sí mismo que no era “más que un comelón”. El signo que atraviesa su obra es su pasión por la cocina. Tenía claros sus objetivos y propósitos en la vida: antes que nada, lo que más le gustaba era comer. Y si podía deleitar a lectores escribiendo sobre ello, como forma de ganarse la vida, mejor.

50 días antes de morir publicó su primer y único libro, Calor residual. No tiene nada que ver con la canción Residual Heat de Nicola Cruz, aunque disfrutó mucho al conocerla.

Se trata de una recopilación de crónicas y ensayos culinarios, con títulos evocadores del buen humor y la visión de la vida que movía a su autor, tales como ‘Conozco a mis roommates por sus huevos’, ‘La vida láctea’, ‘Con la punta de una llave’ o ‘Tres días de tiburón’.

El nombre responde a una anécdota de un asado, en que sorprendió a un grupo de amigos al demostrarles la capacidad de cocinar pimentones con carbones apagados, tan solo con el excedente de calor que pervivía en la parrilla, tras el paso de chorizos y hamburguesas jugosas.

Eligió editar el libro directamente con una editorial independiente, Hammbre de cultura, “para cuidar cada detalle” y plasmar allí toda su experiencia editorial. De hecho, para su elaboración contó con el diseño de una fuente tipográfica original y exclusiva. Imprimió una primera tirada de 1.000 ejemplares, 300 de los cuales distribuyó en preventa con su firma manuscrita.

El resultado es, quizá, el mejor testimonio de la experiencia vital de Karim Ganem Maloof; un libro que recoge la esencia del escritor y periodista Caribe que tiene en luto a las letras colombianas y latinoamericanas. Era un mamador de gallo dedicado, con un horizonte cultural amplísimo, y ese picante inteligente fue el ingrediente latente que les dio a sus historias una sabrosura única.

La escritora Piedad Bonnet firma el prólogo. “Escribe con la misma pasión con la que prueba los sabores del mundo, y que paladeamos como un manjar exquisito, porque despliega en cada crónica su infinita riqueza, salpicada de asociaciones iluminadoras, de adjetivos precisos aun en su repentina desmesura y en su imaginación desbordada, de frases que caen con una contundencia reveladora o de imágenes que pasan rozando la poesía”, dice la autora de ‘Lo que no tiene nombre’.

Cocinar es una forma milenaria de expresar amor. Hacer crónicas sobre eso tal vez sea, también, una forma de interpretar y narrar las dinámicas afectivas de nuestras tierras. En cualquier caso no solo comía y escribía, también cocinaba con frecuencia para sus amigos, con potentes dosis de amor como uno de los principales condimentos (*por transparencia con los lectores, debo aclarar que me cuento entre los favorecidos).

Foto cortesía Ana María Lagos

Tan sorpresiva como su meteórico ascenso en la última década fue su partida; con el mismo ímpetu que irrumpió en el mundo periodístico, nos sorprendió a sus amigos y familiares en la noche lluviosa del martes 7 de marzo.

Testigo de excepción de las calidades humanas que tienen conmovido al mundo periodístico, también lo fui de su fulminante adiós. En el escritorio al lado de su cama quedó servido el desayuno, los huevos cocidos y el café. El consuelo tonto que nos queda a los que lo quisimos es que murió haciendo lo que más le gustaba, comer.

Estaba a punto de cumplir sus 32 años, el 18 de abril, y desde ya nos estábamos saboreando con la inminente francachela y comilona. Tenía en su menú para los próximos años un par de libros más.

Ganem marcó un camino para los que quedan con la bandera de las letras Caribe (insular o continental, nunca lo sabremos a ciencia cierta). Bromeaba con que había nacido en una lancha, y le subía o le bajaba la sal al platillo de la historia según los comensales, la audiencia de la velada.

Su brillo lo llevó a ser colaborador habitual de espacios de conversaciones de la Fundación Gabo, el Hay Festival y la Fería del Libro de Bogotá – Filbo, entre otros. Dejó sin concluir una gira promocional para Calor residual que incluía presentaciones en la Filbo y el icónico restaurante La Cueva, de Barranquilla. La supernova de su despedida mantiene deslumbrados tanto a amigos como lectores.

Se consagró como una de esas estrellas que nacieron, para bien y para mal, con un fusible de alta velocidad. Un poquito pasado de años para formar parte del Club de los 27, como Janis Joplin, Kurt Cobain, Jim Morrison, Amy Winehouse o Jimmy Hendrix. Y con unas dos décadas menos frente a nombres de las letras Caribe que también se fueron temprano, como Jorge García Usta, Raúl Gómez Jattin, Ernesto McCausland o Marvel Moreno. Pero está allá arriba, con ellos, ya no hay duda.

Karim nunca dio la impresión de tener afán, en cualquier caso. Todo lo contrario, se deleitaba en cada momento, con fruición, como quien disfruta un plato que no quiere que se acabe.

Nos abandonó muy rápido, coincidimos muchos. Y dejó al autor de estas letras preguntándose, en la misma línea del título de su emblemática crónica, ¿cuánto llanto necesita un hombre?

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