• Dólar (TRM)$ 4.418,58
  • Euro$ 4.601,60
  • MSCI COLCAP1.391,95
  • Petróleo (Brent)US$ 75,17
  • Petróleo (WTI)US$ 71,24
  • Café (lb.)US$ 3,02
  • Oro (oz.)US$ 2.737,20
  • UVR$ 376,61
  • DTF E.A. (90d)9,22%
Estamos
viendo:
12:30 pm01:30 pm
Nacional

Madre denuncia a través de una carta que su hija fue violada en un colegio de Ibagué

Con una desgarradora carta, una madre recurrió a sus últimos recursos para que la historia de ella y su hija fuera escuchada.

Madre denuncia a través de una carta que su hija fue violada en un colegio de Ibagué
Foto: Pexels

Con una desgarradora carta, una madre recurrió a sus últimos recursos para que la historia de ella y su hija fuera escuchada. Con papel, lápiz y el uso de internet, la mujer relató la historia de cómo su hija de 16 años fue violada por un compañero de su colegio en la ciudad de Ibagué.

A través de la reconocida revista ‘Volcánicas’, el relato de ‘María’ está siendo conocido por la opinión pública. Dentro de su escrito, esta mamá cuenta detalladamente el momento en que se dio cuenta que su hija había sido ultrajada por un compañero 2 años mayor que ella; y, para ese entonces vivió “la etapa más dura e insuperable de su vida”, así lo describe dentro de sus letras.

Así mismo, según el testimonio de la madre, el hecho habría ocurrido el 31 de agosto de 2021. Sin embargo, debido a la falta de acción por parte de las autoridades del caso, el colegio, y hasta personas a su alrededor, la carta fue la alternativa que ‘María’ encontró para hacer que la historia y la de su hija fuera escuchada.

A continuación, adjuntamos de la Revista Volcánicas, la carta completa de la madre que cuenta cómo su hija fue violada hace más de dos años, exigiendo justicia por el caso y reapertura del mismo:

Carta completa de María, la madre que denuncia que su hija fue violada

Me llamo María. Este no es mi nombre real, pero cualquier persona familiarizada con mi entorno en Ibagué, la ciudad donde resido, no tardará más de 30 segundos en saber quién soy.

Tengo una hija de 16 que hasta hace unos años, cuando tenía 10, exploraba su creatividad, grabando videos tutoriales de maquillaje para Instagram y YouTube. Era sorprendente ver la facilidad y la manera tan auténtica en la que se expresaba: de una forma divertida y clara, logrando captar la atención no solo de niñas de su edad sino también de mujeres adultas que querían aprender a maquillarse.

Tenía tanto talento que empezó a dictar cursos presenciales, y continuó haciéndolos de manera virtual cuando llegó la pandemia. Le apasionaba el tema, era super organizada con sus gastos y todas sus ganancias las reinvertía en maquillaje o certificaciones de nuevos cursos con maquilladores profesionales, siempre con el deseo de seguir aprendiendo.

Esa niña desapareció, la aniquilaron el 31 de agosto de 2021. Ese día, a  sus 13 años de edad, fue víctima de violencia sexual por parte de Carlos Andrés González Valderrama, hoy mayor de edad, hijo del reconocido cirujano maxilofacial Carlos Hernando González, y la odontóloga Ana Irma Valderrama. Carlos era dos años mayor que ella y ambos asistían al mismo colegio, el San Bonifacio de las Lanzas, considerado uno de los mejores y más prestigiosos de la ciudad. Un colegio de élite, en una ciudad pequeña en donde la élite es poca y toda se conoce.

Ese agosto del 2021, el mundo estaba saliendo de una pandemia. Para todos era muy extraño haber pasado tantos meses encerrados y volver de nuevo al mundo era toda una experiencia. Para nosotros, que vivimos en El Vergel, en el mismo barrio en donde queda el colegio de nuestros hijos, esa transición se hizo un poco más fácil. La mayoría de nuestros niños deben solo cruzar una o dos calles para llegar al colegio y gran parte de nuestra vida social transcurre en un espacio de unas cuantas cuadras a la redonda.

Para esa época empecé a ver a mi hija interesarse por otros temas más allá del maquillaje. Los niños empezaron a estar incluidos en nuestras conversaciones al almuerzo y como ella siempre fue una niña abierta que se relacionaba fácilmente con los adultos, empezó a nombrarnos a Carlos González, un niño dos años mayor que ella y bastante popular en el colegio. Tanto que mi hija se sentía muy halagada de que él estuviera escribiéndole, de que simplemente se fijara en ella.

El 31 de agosto, en uno de esos días en los que el colegio programaba clase presencial, ella me llamó a la salida de clases, a las 3 pm, y me pidió permiso para ir a comer helado con Carlos a una plazoleta del barrio. Yo no le vi nada de malo y le di permiso de ir. Antes de las 4 pm me llamó de nuevo y me dijo que Carlos estaba castigado y que debía regresar ya a su casa, que si podía ir con él y un grupo de amigos y que estaría de vuelta antes de las 6pm. Yo, de nuevo, le di permiso; llevábamos tanto tiempo encerrados que pensé que un poco de socialización le haría bastante bien.

Hoy debo confesar que es la decisión de la que más me arrepiento de toda mi vida y que llevo meses intentando librarme de la culpa por haberla dejado ir.

Esa tarde mi hija regresó a casa antes de la hora acordada. La sentí extraña, pero se encerró en su cuarto y un rato después, como hija de padres separados, salió a dormir a la casa de su papá. Sin embargo, durante los días que siguieron, su comportamiento siguió preocupándome: se encerraba en su cuarto, lloraba mucho, no quería volver al colegio y se negaba a hablar. Lo único que logré saber en medio de una conversación fue que Carlos y sus amigos habían hecho un sticker de WhatsApp con la foto de ella en el que le decían “El Juguete” y lo tenían circulando entre sus compañeros de colegio.

Como si fuera poco, decían que ella era una “perra”, y tenían un grupo de WhatsApp nombrado con el apellido de mi hija en el que se dedicaban a burlarse de ella.

Intenté de muchas maneras que me dejara intervenir, pero ella se negaba, pues decía que eso iba a empeorar la situación y que ella lo podía manejar. Por esos días mi hija cerró sus redes sociales y dejó de verse con sus compañeros de colegio. Jamás volvió a maquillar.

Pasaron un par de meses y empezó a hacerse amiga de un grupo de niñas que eran de otros colegios y poco a poco fue saliendo de la depresión.

Pero fue hasta el año pasado (2023), después de más de un año y medio, que mi hija empezó a tener episodios de ansiedad y a romper en llanto de la nada sin ser capaz de explicar lo que le pasaba. Por esta razón decidimos que iniciara terapia con una psicóloga clínica. Varias sesiones después, me llamó a su cuarto y quiso contarme lo que realmente había pasado esa tarde del 31 de agosto de 2021.

Lo que escuché de su boca rompió mi corazón en tantos pedazos que no sé si podrán volver a unirse.

Esa tarde, cuando ella fue a la casa de Carlos González, iban con un amigo de él, también mayor que mi hija, llamado Santiago. Al entrar a la casa, que queda muy cerca de nuestro apartamento, Carlos le pidió a mi hija y a Santiago que entraran en silencio a su cuarto pues su hermana no podía saber que él estaba con amigos, ya que estaba castigado. Unos minutos después, con cualquier excusa, Santiago salió del cuarto dejando a mi hija y a Carlos solos.

Ella recuerda que él empezó a darle besos y poco después la violó, a pesar de que ella le decía que no en repetidas ocasiones. Mi hija, como muchas otras víctimas, quedó paralizada. Él solo se detuvo cuando escuchó un ruido afuera y pensó que era su mamá que había llegado de trabajar.

En ese momento mi hija temblaba, estaba llena de sangre y él, de manera despectiva, le reclamó por haberle manchado las sábanas y la mandó al baño a limpiarse. Ella, sintiéndose avergonzada y sucia por lo que acababa de pasar y con sus piernas aún temblando, se paró al baño. Cuando regresó, Santiago estaba de nuevo en el cuarto y la miraba con una sonrisa burlona, como si estuviera ahí para comprobar lo que había pasado. Lo que pasó esa tarde le cambiaría la vida para siempre.

Aquí habrá algunos que dirán “ambos eran niños,” “¿qué hacía ella ahí?” “seguro no dijo que no.” Créanme, he oído esto y mucho peor. Para todos los que están pensando algo similar, aclaro: la ley colombiana dice que un menor de menos de 14 años no puede consentir un encuentro sexual. Un niño o niña de 13 años, como tenía mi hija, no tiene la madurez emocional para tomar ese tipo de decisiones. En otras palabras, así no hubiera dicho nada, así hubiera salido contenta de esa casa ese día (que vuelvo y aclaro, no fue ni cerca el caso), a mi hija LA VIOLARON.

Después de ese día Carlos (o “Mugre”, como le dicen sus amigos, para un toque de ironía) no volvió a saludarla. Era como si no la conociera. Días después todos en el colegio la miraban, la señalaban y se burlaban de ella. Algunos de sus amigos se acercaban a preguntarle si era cierto lo que Carlos González decía de ella, e incluso le repetían detalles como el de la sangre en la cama. Mi hija pasó por este infierno sola y eso es lo que más me duele. 

Además del acto, en sí mismo supremamente doloroso, vino también el bullying, o acoso, y la revictimización por parte de sus compañeros, que hablaban de ella, la rechazaban, le ponían apodos, y contaban chismes que mi hija sentía habían acabado con su reputación, cuando apenas comenzaba a vivir.

Por esos días Carlos se acercó a ella solo una vez, en el colegio y en privado, irónicamente después de haberse encargado de contarle su versión de los hechos a muchas personas, le pidió a mi hija que por favor no le contara a nadie, ya que a él lo podían meter a la cárcel por eso.

Han sido años muy difíciles para mi hija, esa niña extrovertida, habladora y auténtica se fue apagando, y a pesar de que su chispa luminosa sigue ahí en el fondo, ella actúa como si quisiera mimetizarse para no ser vista. Ha sido muy difícil hacerle entender que ella no es culpable de lo que le sucedió, que no tiene nada de qué avergonzarse. Lograr que pueda verse a ella misma de una manera más amorosa es parte del proceso que ha llevado con su psicóloga en estos últimos meses.

Conocer la verdadera historia fue devastador para mí. Atravesé la tristeza, la culpa por no haber estado ahí para protegerla, la rabia no solo con el personaje, sino también con una sociedad llena de prejuicios y falta de corazón, que normaliza este tipo de actos, que le da la espalda a las víctimas y no se inquieta con el dolor ajeno.  Lo que yo no sabía en ese momento es que esa revictimización hasta ahora estaba empezando.

Un día, en junio de 2023, mi hija volvió del colegio a almorzar y nos contó que Carlos, quien ya estaba en grado 11, estaba metido en un gran problema en el colegio porque al parecer había estado teniendo relaciones sexuales con una niña de grado octavo y durante esos encuentros, que supuestamente se daban a la hora del almuerzo en el colegio, él había tomado fotos y las estaba compartiendo con otras personas. Esa información llegó a oídos de los papás de la niña, quienes fueron a reportarlo al colegio y decían que lo iban a denunciar ante la Fiscalía.

Algo hizo click en mí y le dije a mi hija que no podíamos esperar más: esta persona seguía lastimando a otras niñas y teníamos que denunciarlo ya. Compartir fotos sexuales de menores de edad es un crimen- es distribuir material explicito con fines de explotación sexual que involucra a niños, niñas y adolescentes (un término que ni si quiera se debería usar pues normaliza algo que en realidad es pedofilia).

A medida que pasaron las semanas y fuimos conociendo historias de otras niñas que habían sido maltratadas por él, me di cuenta que había un patrón en su manera de tratar a las mujeres, que además de violencia sexual, estaban rondando relatos sobre varios casos de violencia de género.

Desafortunadamente, los papás de la niña de las fotos no llegaron a la Fiscalía. Cuando intenté hablar con ellos me respondieron que la niña había estado autolesionándose y que no querían revictimizarla más. Además les preocupaban las repercusiones que esto podría causar en su vida profesional y social. Oímos también de otros casos de niñas que habían sido novias de Carlos y, al parecer, habían experimentado violencia física y psicológica, pero tampoco quisieron involucrarse.

Sé que tener la valentía de salir a denunciar en una ciudad pequeña como Ibagué, en una sociedad cerrada en la que todos se conocen, en una sociedad arraigada a muchos principios religiosos en donde abunda la camándula, pero falta corazón, en donde se vive la vida desde una perspectiva muy machista, es difícil. Pero jamás me imaginé que la siguiente revictimización que tendría que vivir mi hija, no solo sería por parte de niños y adolescentes, sino también por adultos de la alta sociedad Ibaguereña.

Después de tomar valor para reportar los hechos en el colegio y poner la denuncia en la Fiscalía, empezaron a surgir toda clase de comentarios ofensivos en contra de mi hija. Decían que era mentira, que era una niña de dudosa reputación (hago un paréntesis para preguntar- ¿cuántas de nosotras, por más santas que fuéramos, no crecimos con ese pánico absoluto a que nos llamaran “perras”? ¿Cuántas no seguimos oyendo ese término entre adultos en el 2024?).

Durante este proceso he tenido que ver cómo la gente que rodeaba a mi hija se fue alejando poco a poco. Incluso una de sus amigas más cercanas del colegio, que sabía toda la verdad de los hechos y en muchas ocasiones le había aconsejado denunciarlo, después de la denuncia en la Fiscalía le escribió a mi hija diciéndole que prefería cortar cualquier tipo de relación con ella porque su familia era amiga de la familia de Carlos y que a pesar de que ella sabía que Carlos había actuado mal, ella prefería no estar involucrada en ese tema.

Algunos amigos de mi hija a los que llamamos para testificar nos hablaron de amenazas que rondaban por ahí entre los adolescentes para quien se atreviera a hablar del tema y cuando llamamos a “amigos” nuestros, que tenían sus hijos en el mismo colegio y sabían que podían ayudarnos con su testimonio, dijeron que no querían involucrarse en temas legales.

Como ese, fueron muchos los duelos que tuvimos que hacer en muy poco tiempo. Después de la denuncia en la Fiscalía, la depresión de mi hija se hizo más profunda. Solo quería llorar y dormir, no comía y no quería salir de la casa. No volvió al colegio en el que estudió desde que tenía 4 años y fueron muy pocos (contados con los dedos de una sola mano) los que se acercaron, escribieron o llamaron a preguntar cómo estaba. Para el resto era como si nada hubiera pasado, mientras a nosotros se nos caía el mundo a pedazos.

Por su parte el colegio tomó la decisión de expulsar a Carlos de la institución y de manera muy solidaria le brindó la posibilidad a mi hija de terminar el año de manera virtual durante el segundo semestre. Sin embargo, se siente como si su prioridad fuera mantenerse al margen del caso y mostrar algún tipo de imparcialidad para que todos estén contentos, en una situación en la que no hay espacio para la imparcialidad.

Alguien a quien creía cercano, miembro del consejo directivo como representante de los padres de familia, me dijo que nunca me llamó a preguntar por mi hija porque como representante de los padres debía ser imparcial en el tema. 

A Carlos, que estaba en 11, lo recibieron sin ningún problema en el colegio Samanes, otra prestigiosa institución de la ciudad, en donde se dedicó a seguir dando su versión de los hechos, hablando de manera muy negativa de mi hija. Es tanta la falta de solidaridad que hoy en día mi hija, con mucho dolor, me dice que hay personas que no quieren estar en el mismo lugar en el que ella esté, sea una reunión de amigos o un lugar público.

A los que lean esto y hayan llegado hasta aquí, los invito a reflexionar. ¿Cuántas veces no hemos oído frases tan normalizadas en nuestra cultura machista (especialmente en pequeñas ciudades como la mía) como: “esa niña es tenaz”, “esa niña está buscando atención” o “si fuera cierto, ¿por qué no dijo algo en el momento?”. ¿Lo hemos dicho nosotros mismos alguna vez? Todo eso lo he escuchado yo en los últimos meses en referencia no solo a mi hija sino a las otras víctimas de esa persona. Y lo único que hacen ese tipo de declaraciones es perpetuar estereotipos dañinos y contribuir a culpar a las víctimas.

Buscar apoyo no equivale a buscar atención- es un requerimiento fundamental para poder sanar. Y merece la pena recordar que son muchos los casos de mujeres (¡incluso mujeres mayores!) que se demoran en denunciar, sea por el shock del momento, porque sienten miedo a represalias o porque han sido criadas en una cultura en la que se normaliza la violencia sexual y temen que no les crean, o que sean estigmatizadas. 

El proceso legal ha sido lento y con muchos inconvenientes. Lo que nos hace sentir   olvidadas por parte de quien tiene supuesta la obligación de proteger a las víctimas: la Fiscalía general de la Nación.

Nos asusta porque la familia de Carlos tiene mucho dinero y sabemos que en Colombia este tipo de casos se entierran con plata con mucha facilidad. Hemos tenido que pagar abogados defensores para que el proceso no se hundiera sin siquiera empezar, investigadores que se encarguen de ayudarnos a recopilar todos los testimonios porque a cargo de la Fiscalía no avanzábamos y contratar una psicóloga forense que respalde la palabra de mi hija desde el ámbito psicológico. Todo esto ha costado millones.

Ni hablar del periodista que nos pidió 20 millones de pesos para hacer el caso público para ver si de esa manera presionábamos un poco a la Fiscalía a través de la opinión pública (lo cual no hicimos). Yo me pregunto, ¿qué será de las niñas que no cuentan con los recursos para sacar un caso como este adelante? ¿Que, a pesar de tener la valentía de denunciar y someterse a un proceso así de desgastador, deben ver cómo la justicia no funciona y su agresor sigue impune?

Según el informe defensorial de violencia sexual contra niños, niñas y adolescentes en Colombia (Defensoría del Pueblo, 2023), entre los efectos que presentan las víctimas de violencia sexual se encuentran: Aislamiento, dificultad para el relacionamiento social, ansiedad social, síndrome y trastorno del estado de ánimo, conductas autodestructivas, trastornos alimenticios, baja autoestima, problemas de atención y concentración entre otros tantos. Mi hija presenta la gran mayoría.

No quiere ir al colegio, por lo que tomamos la decisión de que estudie de manera virtual desde casa para eliminar toda la ansiedad social que ir allá le genera. Sale poco de casa, solo accede salir cuando se siente protegida por alguien que sea de su entera confianza (y esos somos pocos), en las noches no puede dormir, tiene terrores nocturnos por lo que esta semana su psiquiatra tuvo que aumentar la dosis de antidepresivos, ha bajado tanto de peso que en algún momento nos advirtieron que si no empezaba a subir de peso pronto, tendríamos que dejarla hospitalizada para que la alimentaran por sonda. Su autoestima está en un nivel tan bajo que es difícil que note en ella misma cualquiera de sus múltiples cualidades.

En cambio, uno de los comentarios que más he oído por parte de las familias del colegio sobre el proceso Penal es que “qué pesar dañarle la vida al pobre muchacho.”  

Carlos hoy ya es mayor de edad (y por eso menciono su nombre en este escrito) y su vida va muy bien. Está muy próximo a entrar a la universidad y mantiene todas sus amistades y reputación intactas.

Llevo meses intentando sentarme a escribir acerca de esto y siempre siento que las palabras no alcanzan y que reducen nuestra realidad a algo demasiado simple y por esta razón siempre terminaba deteniéndome.

Pero hoy, después de llevar tanto tiempo sintiéndome sola, ahogándome en el dolor, la culpa y la rabia, tomo fuerzas para hacer oír mi voz y que la historia de mi hija nos lleve a reflexionar, nos abra los ojos a una realidad que enfrentan millones de niñas y mujeres en el mundo. 

A propósito de la culpa de madre, ha sido un proceso para mi entender que el mundo puede ser un lugar hostil, y que muchas veces, a pesar de todos los cuidados, las mamás no podemos ser escudo frente al horror. Estamos muy solas las mamás, las familias, porque el cuidado de las niñas es responsabilidad colectiva.

Me encuentro en medio de un silencio ensordecedor que duele, que avala, que permite. Reflexiono sobre cómo ese silencio, proveniente incluso de aquellos cercanos, puede ser tan doloroso como las palabras hirientes y el juicio hacia las víctimas.  Me siento en medio de una sociedad que prefiere poner en duda la reputación de una niña antes que escuchar su dolor y tomar responsabilidad por su rol en que sucedan este tipo de situaciones. Una sociedad que calla ante el sufrimiento ajeno, que lucha por identificarse y conectar para sentir empatía.

Quizás en medio de tanta soledad, acudo a lo único que me queda: esto, la palabra puesta sobre el papel y en Internet con la esperanza de que las mamás y las niñas que están pasando por cosas similares sepan que no están solas, que no las olvidamos y que juntas nos sostenemos.

Fuente: Revista Volcánica.

Temas Relacionados:

Síguenos en nuestro canal de WhatsAppSíguenos en Google News